23 febrero 2008

Orfeo y Eurídice

Orfeo y Eurídice. Federico Cervelli

Orfeo y Eurídice - Rubens

Cuentan las leyendas que, en la época en que dioses y seres fabulosos poblaban la tierra, vivía en Grecia un joven llamado Orfeo, que solía entonar hermosísimos cantos acompañado por su lira. Su música era tan hermosa que, cuando sonaba, las fieras del bosque se acercaban a lamerle los pies y hasta las turbulentas aguas de los ríos se desviaban de su cauce para poder escuchar aquellos sones maravillosos.
Un día en que Orfeo se encontraba en el corazón del bosque tañendo su lira, descubrió entre las ramas de un lejano arbusto a una joven ninfa que, medio oculta, escuchaba embelesada. Orfeo dejó a un lado su lira y se acercó a contemplar a aquel ser cuya hermosura y discreción no eran igualadas por ningún otro.
- Hermosa ninfa de los bosques –dijo Orfeo-, si mi música es de tu agrado, abandona tu escondite y acércate a escuchar lo que mi humilde lira tiene que decirte.
La joven ninfa, llamada Eurídice, dudó unos segundos, pero finalmente se acercó a Orfeo y se sentó junto a él. Entonces Orfeo compuso para ella la más bella canción de amor que se había oído nunca en aquellos bosques. Y pocos días después se celebraban en aquel mismo lugar las bodas entre Orfeo y Eurídice.
La felicidad y el amor llenaron los días de la joven pareja. Pero los hados, que todo lo truecan, vinieron a cruzarse en su camino. Y una mañana en que Eurídice paseaba por un verde prado, una serpiente vino a morder el delicado talón de la ninfa depositando en él la semilla de la muerte. Así fue como Eurídice murió apenas unos meses después de haber celebrado sus bodas.
Al enterarse de la muerte de su amada, Orfeo cayó presa de la desesperación. Lleno de dolor decidió descender a las profundidades infernales para suplicar que permitieran a Eurídice volver a la vida.
Aunque el camino a los infiernos era largo y estaba lleno de dificultades, Orfeo consiguió llegar hasta el borde de la laguna Estigia, cuyas aguas separan el reino de la luz del reino de las tinieblas. Allí entonó un canto tan triste y tan melodioso que conmovió al mismísimo Carón, el barquero encargado de transportar las almas de los difuntos hasta la otra orilla de la laguna.
Orfeo atravesó en la barca de Carón las aguas que ningún ser vivo puede cruzar. Y una vez en el reino de las tinieblas, se presentó ante Plutón, dios de las profundidades infernales y, acompañado de su lira, pronunció estas palabras:
- ¡Oh, señor de las tinieblas! Héme aquí, en vuestros dominios, para suplicaros que resucitéis a mi esposa Eurídice y me permitáis llevarla conmigo. Yo os prometo que cuando nuestra vida termine, volveremos para siempre a este lugar.
La música y las palabras de Orfeo eran tan conmovedoras que consiguieron paralizar las penas de los castigados a sufrir eternamente. Y lograron también ablandar el corazón de Plutón, quien, por un instante, sintió que sus ojos se le humedecían.
- Joven Orfeo –dijo Plutón-, hasta aquí habían llegado noticias de la excelencia de tu música; pero nunca hasta tu llegada se habían escuchado en este lugar sones tan turbadores como los que se desprenden de tu lira. Por eso, te concedo el don que solicitas, aunque con una condición.
- ¡Oh, poderoso Plutón! –exclamó Orfeo-. Haré cualquier cosa que me pidáis con tal de recuperar a mi amadísima esposa.
- Pues bien –continuó Plutón-, tu adorada Eurídice seguirá tus pasos hasta que hayáis abandonado el reino de las tinieblas. Sólo entonces podrás mirarla. Si intentas verla antes de atravesar la laguna Estigia, la perderás para siempre.
- Así se hará –aseguró el músico.

Y Orfeo inició el camino de vuelta hacia el mundo de la luz. Durante largo tiempo Orfeo caminó por sombríos senderos y oscuros caminos habitados por la penumbra. En sus oídos retumbaba el silencio. Ni el más leve ruido delataba la proximidad de su amada. Y en su cabeza resonaban las palabras de Plutón: “Si intentas verla antes de atravesar la laguna de Estigia, la perderás para siempre”.
Por fin, Orfeo divisó la laguna. Allí estaba Carón con su barca y, al otro lado, la vida y la felicidad en compañía de Eurídice. ¿O acaso Eurídice no estaba allí y sólo se trataba de un sueño? Orfeo dudó por un momento y, lleno de impaciencia, giró la cabeza para comprobar si Eurídice le seguía. Y en ese mismo momento vio como su amada se convertía en una columna de humo que él trató inútilmente de apresar entre sus brazos mientras gritaba preso de la desesperación:
- Eurídice, Eurídice...
Orfeo lloró y suplicó perdón a los dioses por su falta de confianza, pero sólo el silencio respondió a sus súplicas. Y, según cuentan las leyendas, Orfeo, triste y lleno de dolor, se retiró a un monte donde pasó el resto de su vida sin más compañía que su lira y las fieras que se acercaban a escuchar los melancólicos cantos compuestos en recuerdo de su amada.

13 febrero 2008

Garcilaso de la Vega - SONETO XIII

Boticelli, El nacimiento de Venus

SONETO XXIII

En tanto que de rosa y de azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
con clara luz la tempestad serena;

y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena:

coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.

Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera
por no hacer mudanza en su costumbre.
Garcilaso de la Vega                            

02 febrero 2008

Mito de Apolo y Dafne

El primer amor del dios Apolo fue Dafne, hija del río Peneo, y este amor no fue producto del ciego azar, sino de la violenta cólera de Cupido. Discutía un día éste con Apolo, orgulloso de su victoria sobre la serpiente Pitón, mientras Cupido tensaba la cuerda de su arco Apolo le dijo: "¿Qué haces tú, niño, con las armas que sólo cuadran a los valientes? Tú debes contentarte con provocar esas pasiones amorosas y no aspirar a una gloria que solo poseo yo". A esto el hijo de Venus le respondió: "Aunque tu arco atraviese horribles fieras, y violentas alimañas, el mío te va a atravesar a ti, e igual que los animales son inferiores a la divinidad, así tu gloria será inferior a la mía"; así habló Cupido y batiendo sus alas se abrió camino por los aires y fue raudo y veloz a detenerse en la cima del Parnaso, donde sacó de su aljaba, portadora de flechas, dos que producían diverso efecto: una, provoca el odio, hace huir el amor, la otra, lo produce. La que lo produce es de oro, y su afilada punta resplandece; la que lo hace huir es de plomo y su punta es roma. Fue precisamente esta última la que clavó el travieso dios sobre Dafne, mientras que con la otra hirió hasta la médula a Apolo. En el acto queda el uno enamorado, la otra huye hasta del nombre del amor: muchos la pretendieron, pero ella rechaza a todos, no quiere saber nada del significado del amor, y sola recorre los parajes de los bosques.
Muchas veces le dijo su padre: " Hija mía, me debes yerno e hijos", pero ella que odia las antorchas nupciales enrojece y suplicante decía: " Padre, concédeme poder disfrutar de una virginidad perpetua". Pero Apolo está enamorado, ha visto a Dafne y desea sobre todas las cosas unirse a ella. Como arden las pajas por las antorchas, así se encendió en llamas el dios, así quemaba de pasión su corazón y con esperanzas alimentaba un amor vano. Se da cuenta que a la ninfa, los cabellos le caen por el cuello, en desorden, ve sus ojos, resplandecientes como llamas en la oscuridad y semejantes a estrellas, ve su boca, que quisiera besar, se extasía con sus dedos y manos, con sus brazos desnudos en más de la mitad, y las partes que están ocultas las imagina aún mejor. Pero Dafne huye, huye ligera y rauda como el viento y no se detiene ante las palabras con las que el dios la llama: "Ninfa, Dafne, detente; no soy ningún enemigo que te persigue; así huye la cordera del lobo, así la cierva del león, yo sin embargo, el amor es el motivo que tengo para seguirte. No corras tanto, yo te lo pido, y entérate a quién gustas, no soy un habitante del bosque, ni un pastor, Júpiter es mi padre, por mí se revela tanto lo que será como lo que ha sido. Infalible es mi flecha, pero hay otra que aún lo es más y ha causado una herida en mi corazón antes sano.
Aún continuaba hablando cuando Dafne salió huyendo en veloz carrera, y al abandonarlo, dejándolo con la palabra en la boca, aún le pareció más bella; el viento le descubría las formas, las brisas que le chocaban agitaban sus ropas y le empujaba hacia atrás los cabellos: con la carrera aumentaba su belleza. Pero Apolo no puede soportar más, ese amor vano, y obedeciendo a sus deseos, la sigue, la persigue, como cuando un perro ha visto a una liebre en campo abierto, el uno busca el botín deseado, la liebre busca su vida; así corren veloces el dios y la ninfa, él por amor y esperanza, ella por temor. Apolo, es más rápido ayudado por las alas del amor, se niega al descanso, acosa la espalda de la ninfa, echa su aliento sobre sus cabellos que el ondean sobre el cuello. Agotadas sus fuerza, palideció, vencida por la fatiga de la huida, mira a las aguas del Peneo y dice: " Padre, destruye esta figura que ha gustado en demasía!" Apenas acabó su súplica cuando un entorpecimiento se apodera de sus miembros, sus suaves formas comienzan a ser envueltas por una delgada corteza, sus cabellos se transforman en hojas, en ramas sus brazos; sus pies, un momento antes tan veloces ahora son raíces, su cabeza es una arbórea copa, pero aún sigue siendo bella. Aún sigue Apolo amándola, y tocando el reciente tronco, percibe como palpita aún su corazón bajo la corteza, y besa la madera, pero la madera huye de sus besos. Y el dios hablo así: " Ya que no serás mi mujer, serás mi árbol, siempre te llevará mi cabellera" El laurel asintió con sus ramas recién formadas, y parecía, que como cabeza, agitaba su copa.

GARCILASO DE LA VEGA (1503-1536)




SONETO XIII
A Dafne ya los brazos le crecían
y en luengos ramos vueltos se mostraban;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos qu'el oro escurecían;

de áspera corteza se cubrían
los tiernos miembros que aun bullendo 'staban;
los blancos pies en tierra se hincaban
y en torcidas raíces se volvían.

Aquel que fue la causa de tal daño,
a fuerza de llorar, crecer hacía
este árbol, que con lágrimas regaba.

¡Oh miserable estado, oh mal tamaño,
que con llorarla crezca cada día
la causa y la razón por que lloraba!