27 septiembre 2012

Parva

parvo, va. (Del lat. parvus).
1. adj. pequeño.
2. f. parvedad (‖ corta porción de alimento).
3. f. Mies tendida en la era para trillarla, o después de trillada, antes de separar el grano.
4. f. Entre la gente trabajadora, desayuno.
5. f. Montón o cantidad grande de algo.

salirse alguien de la ~.
1. loc. verb. coloq. Apartarse del intento o del asunto.

Léxico - Año

En las primitivas sociedades agrarias, el curso de las estaciones, desde la temporada de la siembra hasta la cosecha anual, revestía una significación mucho más considerable que la de hoy, puesto que era la actividad principal de la comunidad, que trabajaba casi exclusivamente para asegurar la supervivencia de sus miembros.
Los antiguos prestaban especial atención a la época que consideraban el inicio del ciclo, cuando la duración de los días empezaba a aumentar en el hemisferio norte alrededor de la fecha que hoy llamamos 21 de diciembre hasta alcanzar su máxima duración, seis meses más tarde.
El inicio de un nuevo año ha sido desde siempre para los hombres una ocasión de renovar aspiraciones, esperanzas y proyectos, así como una oportunidad de rogar a los dioses un tiempo propicio para sus cosechas.
A ese período de alrededor de 365 días y cuarto, que corresponde a un giro de la Tierra alrededor del Sol, las comunidades prehistóricas indoeuropeas lo llamaron at-no, palabra que dio lugar en latín a annus y en las lenguas romances a año en español, an en francés, ano en portugués, any en catalán y anno en italiano, entre otras.

Vocabulario Estudiar literatura ¿cómo y para qué?

Esbozo

  1. m. Acción y efecto de esbozar.
  2. m. Bosquejo sin perfilar y no acabado. Se usa especialmente hablando de las artes plásticas, y, por ext., de cualquier obra del ingenio.
  3. m. Aquello que puede alcanzar mayor desarrollo y extensión.
  4. m. Biol. Tejido, órgano o aparato embrionario que todavía no ha adquirido su forma y estructura definitivas.
Impostores (del lat. impostor, -ōris).
  1. adj. Que atribuye falsamente a alguien algo. U. m. c. s.
  2. adj. Que finge o engaña con apariencia de verdad. U. m. c. s.
  3. m. y f. Suplantador, persona que se hace pasar por quien no es.
Vasto (del lat. vastus).
  1. adj. Dilatado, muy extendido o muy grande.
Proscrito (del part. irreg. de proscribir).
  1. adj. desterrado. U. t. c. s.
Desterrado (del part. de desterrar).
  1. adj. Que sufre pena de destierro. U. t. c. s.
Desmañar (de des- y maña).
  1. tr. ant. Estorbar, impedir.
Maleable (del lat. mallĕus, martillo).
  1. adj. Dicho de un metal: Que puede batirse y extenderse en planchas o láminas.
  2. adj. Dicho de un material: Que se le puede dar otra forma sin romperlo.
  3. adj. Fácil de convencer o persuadir.

26 septiembre 2012

Texto - Conectores

Conectores

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Estudiar Literatura: ¿cómo y para qué? - 4

TEXTO - 4

En el primer grado del colegio me habían hecho leer El burro flautista y otras cosas en verso, pero mi revelación de la poesía ‑de lo que yo ahora entiendo por poesía, que es idéntico a lo que sentí entonces: expresión sorprendente porque incorpora algo que uno ha sentido muchas veces sin saber que era posible expresarlo así ‑ fue por vía oral, y también aquí, durante el primer o segundo invierno de la guerra. Me acuerdo que entonces pensé que la frase no la inventaba el que la decía ‑por el distinto tono o porque era demasiado feliz ‑, pero creí que era un refrán. En el bachillerato la volví a encontrar, escrita, y supe que eran unos versos:
Cómo a nuestro parecer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

GIL DE BIEDMA, J. (1991), Retrato del artista en 1956, Barcelona, Lumen, págs. 150-151

Estudiar Literatura: ¿cómo y para qué? - 5

TEXTO - 5

La narración más pura que conozco, la que reúne con perfección más singular lo iniciático y lo épico, las sombras de la violencia y lo macabro con el fulgor incomparable de la audacia victoriosa, el perfume de la aventura marinera - que siempre es la aventura más per­fecta, la aventura absoluta - con la sutil complejidad de la primera y decisiva elección moral, en una palabra, la historia más hermosa que jamás me han contado es La isla de tesoro. Raro es el año que no la releo al menos una vez; y nunca pasan más de seis meses sin haber pensado o soñado con ella. No es fácil acertar a señalar la raíz de la magia inagotable de este libro, pues como toda buena narración sólo quiere ser contada y vuelta a contar, no explicada o comentada. Recalco que no digo que sea imposible comentarla o explicarla, sino que afir­mo que no es eso lo que ella quiere, lo que pide a la generosidad de su oyente o lector. Nada más sencillo, empero, que señalar algunos de sus evidentes encantos parciales: la impecable sobriedad del es­tilo, el ritmo narrativo que parece resumir la perfección misma del arte de contar, el vigoroso diseño de los personajes, la sabia complejidad de una intriga extremadamente simple­.

SAVATER, F. (1976), La infancia recuperada, Madrid, Taurus, 1979, pág. 41.

Estudiar Literatura: ¿cómo y para qué? - 6

TEXTO - 6

La capacidad narrativa, latente en todo ser humano, no siempre ‑y cada vez menos‑ encuentra una satisfactoria realización en la conversación con los demás. Es más: siempre me he inclinado a pensar que el originario deseo de salvar de la muerte nuestras visiones más dilectas, nuestras más fugaces e intensas impresiones, a pesar de constituir la raíz inexcusable de toda ulterior narración, comporta un primer estadio de elaboración solitaria donde la búsqueda de interlocutor no se plantea todavía como problema. Es decir, que las historias ya nacen como tales al contárselas uno a sí mismo, antes de que se presente la necesidad, que viene luego, de contárselas a otro.
[...]
Y con esto creo llegado el momento de aventurar una suposición que para mí tiene muchos visos de evidencia: la de que nunca habría existido invención literaria alguna si los hombres, saciados totalmente en su sed de comunicación, no hubieran llegado a conocer, con la soledad, el acuciante deseo de romperla. Esto no quiere decir ni mucho menos que yo dé por positiva esa incomunicación de los humanos en nombre de la literatura que les ha llevado a engendrar, ni tampoco me atrevo a afirmar que semejantes escritos hayan venido a remediar gran cosa. Me limito a señalar que se escribe y siempre se ha escrito desde una experimentada incomunicación y al encuentro de un oyente utópico. Ahora bien, el escritor apuesta por ese encuentro sin demasiada confianza, porque de sobra conoce los entorpecimientos con que una mercancía tan frágil como la palabra va a topar hasta conseguir llegar indemne a destino ya de por sí harto incierto; así que la dosis de deseo que le impulsa al envío tendrá que compensarla indispensablemente con otra igual de olvido acerca de estos entorpecimientos, porque si los tuviera presentes perennemente, lo más probable es que jamás decidiera coger la pluma, del mismo modo que nadie se metería a jugar a la lotería si en buena lógica se atuviera a estadísticas y cálculos de probabilidad.
Pero eso es a lo que voy. ¿Quién, tiene presente finalidad alguna cuando se lanza a un juego? Se habla luego de finalidades para justificarlo, pero sólo se juega porque ilusiona y divierte, porque aquel terreno supone riesgo y porque en él se prueban la emoción y la zozobra. Es el motivo de las empresas lúdicas, entre las que, desde luego, no vacilo en incluir la literatura, como fenómeno absolutamente gratuito que es, aunque hoy día se ponga tan terco empeño en embutirla dentro de los uniformes del deber y la obligatoriedad.

MARTÍN GAITE, C. (1966), "La búsqueda de interlocutor", en La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas, Madrid, Nostromo, 1973.

21 septiembre 2012

Estudiar Literatura: ¿cómo y para qué? - 1

TEXTO – 1

A nadie le interesa aprender cosas inútiles. Desde que nacemos nuestra necesidad de aprendizaje está ligada a nuestro instinto de supervivencia. Querernos saber lo que nos resulta necesario, y buscamos fuera de nosotros lo que existe como un esbozo o una intuición dentro de nosotros mismos. Por eso sólo amaremos los libros si nos damos cuenta de que no son inútiles y de que pertenecen al reino de nuestra propia vida. Leer no es hacer méritos para aprobar un examen ni para demostrar que se está al día. Un libro no se puede adquirir por lo que se compra un temario de oposiciones o una camisa de moda. Un libro verdadero, porque también hay libros impostores, es algo tan material y necesario como una barra de pan o un jarro de agua. Como el agua y el pan, como la amistad y el amor, la literatura es un atributo de la vida y un arma de la inteligencia y de la felicidad.
La literatura, su médula, es una consecuencia del instinto de la imaginación que opera con plenitud en la infancia y que poco a poco suele ir atrofiándose como todo órgano que se deja de usar. De mayores nuestra imaginación se mueve con tanta torpeza como nuestra mano izquierda y ya no sabemos recordar que hubo un tiempo en que el juego y la fábula eran en nosotros no una manera desmañada de huir de la realidad cuando tenemos tiempo o ganas o cuando nos dejan, sino la forma soberana del conocimiento. Mediante el juego aprendíamos las leyes y las normas del mundo. Nuestra imaginación se apoderaba de las cosas, transmutando su realidad ostensible en una apariencia maleable que obedecía a nuestros deseos. Lo que para los mayores era siempre un desván o un jardín también era desván para nosotros, pero teníamos el poder de convertirlo en gruta y en selva. Nuestro padre, que según luego descubrimos con cierta decepción es un hombre común, entonces era un héroe y un gigante bondadoso o temible. El tiempo, ahora tan fugitivo, tan cuadriculado en horas y en minutos, era tan vasto entonces como el tamaño que tienen las habitaciones del pasado en nuestro recuerdo.
[...]
En esa edad de oro de la que todos somos supervivientes mediocres, nuestra primera infancia, placer y aprendizaje, juego y verdad, imaginación y descubrimiento, eran términos sinónimos. Como los pueblos primitivos, nuestra forma de conocimiento era la mitología: el papel que ésta ocupa en la memoria y en la vida cotidiana de una tribu amazónica la ocupaban los cuentos en nuestra infancia. A medida que crecemos y que empiezan a adiestrarnos para el trabajo, para la mansedumbre y para la infelicidad, el hábito de la imaginación se vuelve peligroso o inútil y sin darnos cuenta lo vamos perdiendo, no porque éste sea un proceso tan natural como el del cambio de voz, sino porque hay una determinada y eficacísima presión social para que no nos convirtamos en seres saludables y felices sino en súbditos dóciles, en empleados productivos, en lo que antes se decía hombres de provecho. Se rompe entonces lo que al principio estuvo unido, se trazan las fronteras rigurosas que ya seguramente no sabremos romper, y el juego, la fábula, la imaginación, quedan despojados de su soberanía y convertidos en proscritos.
[...]
Pero la imaginación es muy fuerte y tarda en ser vencida. Yo creo que el período de nuestras vidas en el que se libra la batalla más difícil, que también resulta ser la definitiva, transcurre al final de la infancia y en la adolescencia, y no es casual que sea en ese tiempo cuando nos aficionamos a la literatura y a la rebeldía y cuando se decide inapelablemente nuestro porvenir. Es entonces cuando los libros, si nos han educado para acercarnos a ellos, nos importan más porque intuimos que ocupan un lugar estratégico en la disputa, con frecuencia desconcertada y amarga entre la realidad y el deseo, que por desgracia ya no son evidencias iguales. Estoy convencido de que el escritor lo es en la medida en que al crecer ha seguido guardando consigo el fuego sagrado de la imaginación, el impulso antiguo y nunca desfallecido por interpretar el mundo no mediante el análisis sino mediante la fábula, y de suspender de vez en cuando las leyes inflexibles de lo evidente para mirar al otro lado y descubrir lo que las apariencias aceptadas ocultan.
Desde mi punto de vista la tarea del que se dedica a introducir a los adolescentes en el reino de los libros es la de enseñarles que éstos no son intocables o residuos sagrados, sino testimonios cálidos de la vida de los hombres, palabras que nos hablan con nuestra propia voz y que pueden darnos aliento en la adversidad y entusiasmo en la desgracia. Decía Ortega y Gasset que los grandes escritores nos plagian, porque al leerlos descubrimos que están contándonos nuestros propios sentimientos. En este sentido, yo no creo que el escritor sea alguien aislado de los otros y singularizado por el genio o por el talento. El escritor, más bien, es el que más se parece a cualquiera, porque es aquel que sabe introducirse en la vida de cualquier hombre y contarla como si la viviera tan intensamente como vive la suya propia.
La literatura pues, no es aquel catálogo abrumador y soporífero de fechas y nombres con que nos laceraba aquel profesor del que les hablé antes, sino un tesoro infinito de sensaciones de experiencias y vidas que están a nuestra disposición igual que lo estaban a la de Adán y Eva las frutas de los árboles del Paraíso. Gracias a los libros nuestro espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo, de manera que podernos vivir al mismo tiempo en nuestra propia habitación y, en las playas de Troya, en las calles de Nueva York, en las llanuras heladas del Polo Norte, y podemos conocer a amigos tan fieles y tan íntimos como los que no siempre tenemos a nuestro lado pero que vivieron hace cincuenta años o veinticinco siglos. La literatura nos enseña a mirar dentro de nosotros y mucho más lejos del alcance de nuestra mirada. Es una ventana y también un espejo. Quiero decir es necesaria. Algunos puritanos la consideran un lujo. En todo caso es un lujo de primera necesidad.

MUÑOZ MOLINA, A. (1991), La disciplina de la imaginación, Madrid, Asociación de profesores de español, págs. 14-21

Estudiar Literatura: ¿cómo y para qué? - 2

TEXTO – 2

Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no vivido
por pasado.

Te copio esta estrofa así en medio y con buena letra, como la tenía escrita en la primera página de mi cuaderno de Literatura de tercero, ¿te acuerdas?, con una flor dibujada a la iz­quierda y unas hojas secas a la derecha, que gracias a esa pá­gina decorada y a lo que te llamó la atención nos hicimos amigas de otra manera. Y yo te dije ‑creo que fue ese mismo día‑ que la voz de don Pedro, cuando leía a Jorge Manrique, no se sabía si era de enamorado o de abuelito. Y te reíste mu­cho. Pero ahora sé que sólo quien ha conocido un gran amor y lo ha perdido puede tener dotes para convocar a aquel friso de damas perfumadas y vestidas de seda, a aquellos caballeros y juglares de la corte del rey don Juan, traerlos al hoy desde el antaño y hacerlos desfilar por el aula inhóspita, convirtiendo la tarima en el campo de un torneo espectacular pero condenado a muerte, fugaz como las verduras de las eras.

¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados, sus vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel danzar
y aquellas ropas chapadas
que traían?

Yo por primera vez, y a través de aquella voz desvalida y serena, sentí que se me clavaba elenigma del tiempo, como una saeta alevosa, capaz de imprimir las más inesperadas mutaciones. Y me excitaba de un modo inquietante asomarme a aquel abismo, darle coba anticipada a la nostalgia. «¿Cómo seremos a los veinte años, Mariana? ¿Nos acordaremos de esta tarde de sol?» Y tú, siempre sensata y cartesiana: «¡Qué más da! Eso son abstracciones. Para los veinte años queda mucho. Estamos en tercero.» Ya ves, medíamos el tiempo por cursos, cuando ahora de casi todo hace más de tres bachilleratos.

MARTÍN GAITE, C. (1992), Nubosidad variable, Barcelona, Anagrama, Narrativas Hispánicas, 128, págs. 145-146.

Estudiar Literatura: ¿cómo y para qué? - 3

TEXTO-3

Vi un pájaro. Dicho así no hago más que comunicar una oración enunciativa. La palabra «pájaro» no expresa la totalidad de mi experiencia sino que apunta a un concepto que es el común denominador de innumerables pájaros en las experiencias de innumerables personas. Lo que de veras vi no fue un pájaro cualquiera, de esos que cualquier vecino pudo haber visto. Vi nada menos que a un colibrí. Yo era niño, y en aquella mañana de primavera vi por primera vez, en el jardín de mi casa, en La Plata, a ese colibrí único que picó una flor, la dejó toda temblorosa y se fue rasgueando con un ala la seda del aire. Intuí no solamente a mi colibrí, sino también el pudor de la flor, la sorpresa del cielo, mi envidia por la libertad de ese vuelo audaz, el presentimiento de que nunca sería capaz de contarle a mamá los sentimientos que se me daban junto con eso, «eso», una visión inexpresable que, sin embargo, me urgía a que la expresara. Si hubiera objetivado en palabras la plenitud de tamaña experiencia personal yo habría hecho literatura.

ANDERSON IMBERT, E., "La ficción literaria", en Teoría y técnica del cuento, Barcelona, Ariel, Letras e ideas, 1992