21 septiembre 2012

Estudiar Literatura: ¿cómo y para qué? - 1

TEXTO – 1

A nadie le interesa aprender cosas inútiles. Desde que nacemos nuestra necesidad de aprendizaje está ligada a nuestro instinto de supervivencia. Querernos saber lo que nos resulta necesario, y buscamos fuera de nosotros lo que existe como un esbozo o una intuición dentro de nosotros mismos. Por eso sólo amaremos los libros si nos damos cuenta de que no son inútiles y de que pertenecen al reino de nuestra propia vida. Leer no es hacer méritos para aprobar un examen ni para demostrar que se está al día. Un libro no se puede adquirir por lo que se compra un temario de oposiciones o una camisa de moda. Un libro verdadero, porque también hay libros impostores, es algo tan material y necesario como una barra de pan o un jarro de agua. Como el agua y el pan, como la amistad y el amor, la literatura es un atributo de la vida y un arma de la inteligencia y de la felicidad.
La literatura, su médula, es una consecuencia del instinto de la imaginación que opera con plenitud en la infancia y que poco a poco suele ir atrofiándose como todo órgano que se deja de usar. De mayores nuestra imaginación se mueve con tanta torpeza como nuestra mano izquierda y ya no sabemos recordar que hubo un tiempo en que el juego y la fábula eran en nosotros no una manera desmañada de huir de la realidad cuando tenemos tiempo o ganas o cuando nos dejan, sino la forma soberana del conocimiento. Mediante el juego aprendíamos las leyes y las normas del mundo. Nuestra imaginación se apoderaba de las cosas, transmutando su realidad ostensible en una apariencia maleable que obedecía a nuestros deseos. Lo que para los mayores era siempre un desván o un jardín también era desván para nosotros, pero teníamos el poder de convertirlo en gruta y en selva. Nuestro padre, que según luego descubrimos con cierta decepción es un hombre común, entonces era un héroe y un gigante bondadoso o temible. El tiempo, ahora tan fugitivo, tan cuadriculado en horas y en minutos, era tan vasto entonces como el tamaño que tienen las habitaciones del pasado en nuestro recuerdo.
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En esa edad de oro de la que todos somos supervivientes mediocres, nuestra primera infancia, placer y aprendizaje, juego y verdad, imaginación y descubrimiento, eran términos sinónimos. Como los pueblos primitivos, nuestra forma de conocimiento era la mitología: el papel que ésta ocupa en la memoria y en la vida cotidiana de una tribu amazónica la ocupaban los cuentos en nuestra infancia. A medida que crecemos y que empiezan a adiestrarnos para el trabajo, para la mansedumbre y para la infelicidad, el hábito de la imaginación se vuelve peligroso o inútil y sin darnos cuenta lo vamos perdiendo, no porque éste sea un proceso tan natural como el del cambio de voz, sino porque hay una determinada y eficacísima presión social para que no nos convirtamos en seres saludables y felices sino en súbditos dóciles, en empleados productivos, en lo que antes se decía hombres de provecho. Se rompe entonces lo que al principio estuvo unido, se trazan las fronteras rigurosas que ya seguramente no sabremos romper, y el juego, la fábula, la imaginación, quedan despojados de su soberanía y convertidos en proscritos.
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Pero la imaginación es muy fuerte y tarda en ser vencida. Yo creo que el período de nuestras vidas en el que se libra la batalla más difícil, que también resulta ser la definitiva, transcurre al final de la infancia y en la adolescencia, y no es casual que sea en ese tiempo cuando nos aficionamos a la literatura y a la rebeldía y cuando se decide inapelablemente nuestro porvenir. Es entonces cuando los libros, si nos han educado para acercarnos a ellos, nos importan más porque intuimos que ocupan un lugar estratégico en la disputa, con frecuencia desconcertada y amarga entre la realidad y el deseo, que por desgracia ya no son evidencias iguales. Estoy convencido de que el escritor lo es en la medida en que al crecer ha seguido guardando consigo el fuego sagrado de la imaginación, el impulso antiguo y nunca desfallecido por interpretar el mundo no mediante el análisis sino mediante la fábula, y de suspender de vez en cuando las leyes inflexibles de lo evidente para mirar al otro lado y descubrir lo que las apariencias aceptadas ocultan.
Desde mi punto de vista la tarea del que se dedica a introducir a los adolescentes en el reino de los libros es la de enseñarles que éstos no son intocables o residuos sagrados, sino testimonios cálidos de la vida de los hombres, palabras que nos hablan con nuestra propia voz y que pueden darnos aliento en la adversidad y entusiasmo en la desgracia. Decía Ortega y Gasset que los grandes escritores nos plagian, porque al leerlos descubrimos que están contándonos nuestros propios sentimientos. En este sentido, yo no creo que el escritor sea alguien aislado de los otros y singularizado por el genio o por el talento. El escritor, más bien, es el que más se parece a cualquiera, porque es aquel que sabe introducirse en la vida de cualquier hombre y contarla como si la viviera tan intensamente como vive la suya propia.
La literatura pues, no es aquel catálogo abrumador y soporífero de fechas y nombres con que nos laceraba aquel profesor del que les hablé antes, sino un tesoro infinito de sensaciones de experiencias y vidas que están a nuestra disposición igual que lo estaban a la de Adán y Eva las frutas de los árboles del Paraíso. Gracias a los libros nuestro espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo, de manera que podernos vivir al mismo tiempo en nuestra propia habitación y, en las playas de Troya, en las calles de Nueva York, en las llanuras heladas del Polo Norte, y podemos conocer a amigos tan fieles y tan íntimos como los que no siempre tenemos a nuestro lado pero que vivieron hace cincuenta años o veinticinco siglos. La literatura nos enseña a mirar dentro de nosotros y mucho más lejos del alcance de nuestra mirada. Es una ventana y también un espejo. Quiero decir es necesaria. Algunos puritanos la consideran un lujo. En todo caso es un lujo de primera necesidad.

MUÑOZ MOLINA, A. (1991), La disciplina de la imaginación, Madrid, Asociación de profesores de español, págs. 14-21

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