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26 septiembre 2012

Estudiar Literatura: ¿cómo y para qué? - 4

TEXTO - 4

En el primer grado del colegio me habían hecho leer El burro flautista y otras cosas en verso, pero mi revelación de la poesía ‑de lo que yo ahora entiendo por poesía, que es idéntico a lo que sentí entonces: expresión sorprendente porque incorpora algo que uno ha sentido muchas veces sin saber que era posible expresarlo así ‑ fue por vía oral, y también aquí, durante el primer o segundo invierno de la guerra. Me acuerdo que entonces pensé que la frase no la inventaba el que la decía ‑por el distinto tono o porque era demasiado feliz ‑, pero creí que era un refrán. En el bachillerato la volví a encontrar, escrita, y supe que eran unos versos:
Cómo a nuestro parecer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

GIL DE BIEDMA, J. (1991), Retrato del artista en 1956, Barcelona, Lumen, págs. 150-151

Estudiar Literatura: ¿cómo y para qué? - 5

TEXTO - 5

La narración más pura que conozco, la que reúne con perfección más singular lo iniciático y lo épico, las sombras de la violencia y lo macabro con el fulgor incomparable de la audacia victoriosa, el perfume de la aventura marinera - que siempre es la aventura más per­fecta, la aventura absoluta - con la sutil complejidad de la primera y decisiva elección moral, en una palabra, la historia más hermosa que jamás me han contado es La isla de tesoro. Raro es el año que no la releo al menos una vez; y nunca pasan más de seis meses sin haber pensado o soñado con ella. No es fácil acertar a señalar la raíz de la magia inagotable de este libro, pues como toda buena narración sólo quiere ser contada y vuelta a contar, no explicada o comentada. Recalco que no digo que sea imposible comentarla o explicarla, sino que afir­mo que no es eso lo que ella quiere, lo que pide a la generosidad de su oyente o lector. Nada más sencillo, empero, que señalar algunos de sus evidentes encantos parciales: la impecable sobriedad del es­tilo, el ritmo narrativo que parece resumir la perfección misma del arte de contar, el vigoroso diseño de los personajes, la sabia complejidad de una intriga extremadamente simple­.

SAVATER, F. (1976), La infancia recuperada, Madrid, Taurus, 1979, pág. 41.

Estudiar Literatura: ¿cómo y para qué? - 6

TEXTO - 6

La capacidad narrativa, latente en todo ser humano, no siempre ‑y cada vez menos‑ encuentra una satisfactoria realización en la conversación con los demás. Es más: siempre me he inclinado a pensar que el originario deseo de salvar de la muerte nuestras visiones más dilectas, nuestras más fugaces e intensas impresiones, a pesar de constituir la raíz inexcusable de toda ulterior narración, comporta un primer estadio de elaboración solitaria donde la búsqueda de interlocutor no se plantea todavía como problema. Es decir, que las historias ya nacen como tales al contárselas uno a sí mismo, antes de que se presente la necesidad, que viene luego, de contárselas a otro.
[...]
Y con esto creo llegado el momento de aventurar una suposición que para mí tiene muchos visos de evidencia: la de que nunca habría existido invención literaria alguna si los hombres, saciados totalmente en su sed de comunicación, no hubieran llegado a conocer, con la soledad, el acuciante deseo de romperla. Esto no quiere decir ni mucho menos que yo dé por positiva esa incomunicación de los humanos en nombre de la literatura que les ha llevado a engendrar, ni tampoco me atrevo a afirmar que semejantes escritos hayan venido a remediar gran cosa. Me limito a señalar que se escribe y siempre se ha escrito desde una experimentada incomunicación y al encuentro de un oyente utópico. Ahora bien, el escritor apuesta por ese encuentro sin demasiada confianza, porque de sobra conoce los entorpecimientos con que una mercancía tan frágil como la palabra va a topar hasta conseguir llegar indemne a destino ya de por sí harto incierto; así que la dosis de deseo que le impulsa al envío tendrá que compensarla indispensablemente con otra igual de olvido acerca de estos entorpecimientos, porque si los tuviera presentes perennemente, lo más probable es que jamás decidiera coger la pluma, del mismo modo que nadie se metería a jugar a la lotería si en buena lógica se atuviera a estadísticas y cálculos de probabilidad.
Pero eso es a lo que voy. ¿Quién, tiene presente finalidad alguna cuando se lanza a un juego? Se habla luego de finalidades para justificarlo, pero sólo se juega porque ilusiona y divierte, porque aquel terreno supone riesgo y porque en él se prueban la emoción y la zozobra. Es el motivo de las empresas lúdicas, entre las que, desde luego, no vacilo en incluir la literatura, como fenómeno absolutamente gratuito que es, aunque hoy día se ponga tan terco empeño en embutirla dentro de los uniformes del deber y la obligatoriedad.

MARTÍN GAITE, C. (1966), "La búsqueda de interlocutor", en La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas, Madrid, Nostromo, 1973.

21 septiembre 2012

Estudiar Literatura: ¿cómo y para qué? - 1

TEXTO – 1

A nadie le interesa aprender cosas inútiles. Desde que nacemos nuestra necesidad de aprendizaje está ligada a nuestro instinto de supervivencia. Querernos saber lo que nos resulta necesario, y buscamos fuera de nosotros lo que existe como un esbozo o una intuición dentro de nosotros mismos. Por eso sólo amaremos los libros si nos damos cuenta de que no son inútiles y de que pertenecen al reino de nuestra propia vida. Leer no es hacer méritos para aprobar un examen ni para demostrar que se está al día. Un libro no se puede adquirir por lo que se compra un temario de oposiciones o una camisa de moda. Un libro verdadero, porque también hay libros impostores, es algo tan material y necesario como una barra de pan o un jarro de agua. Como el agua y el pan, como la amistad y el amor, la literatura es un atributo de la vida y un arma de la inteligencia y de la felicidad.
La literatura, su médula, es una consecuencia del instinto de la imaginación que opera con plenitud en la infancia y que poco a poco suele ir atrofiándose como todo órgano que se deja de usar. De mayores nuestra imaginación se mueve con tanta torpeza como nuestra mano izquierda y ya no sabemos recordar que hubo un tiempo en que el juego y la fábula eran en nosotros no una manera desmañada de huir de la realidad cuando tenemos tiempo o ganas o cuando nos dejan, sino la forma soberana del conocimiento. Mediante el juego aprendíamos las leyes y las normas del mundo. Nuestra imaginación se apoderaba de las cosas, transmutando su realidad ostensible en una apariencia maleable que obedecía a nuestros deseos. Lo que para los mayores era siempre un desván o un jardín también era desván para nosotros, pero teníamos el poder de convertirlo en gruta y en selva. Nuestro padre, que según luego descubrimos con cierta decepción es un hombre común, entonces era un héroe y un gigante bondadoso o temible. El tiempo, ahora tan fugitivo, tan cuadriculado en horas y en minutos, era tan vasto entonces como el tamaño que tienen las habitaciones del pasado en nuestro recuerdo.
[...]
En esa edad de oro de la que todos somos supervivientes mediocres, nuestra primera infancia, placer y aprendizaje, juego y verdad, imaginación y descubrimiento, eran términos sinónimos. Como los pueblos primitivos, nuestra forma de conocimiento era la mitología: el papel que ésta ocupa en la memoria y en la vida cotidiana de una tribu amazónica la ocupaban los cuentos en nuestra infancia. A medida que crecemos y que empiezan a adiestrarnos para el trabajo, para la mansedumbre y para la infelicidad, el hábito de la imaginación se vuelve peligroso o inútil y sin darnos cuenta lo vamos perdiendo, no porque éste sea un proceso tan natural como el del cambio de voz, sino porque hay una determinada y eficacísima presión social para que no nos convirtamos en seres saludables y felices sino en súbditos dóciles, en empleados productivos, en lo que antes se decía hombres de provecho. Se rompe entonces lo que al principio estuvo unido, se trazan las fronteras rigurosas que ya seguramente no sabremos romper, y el juego, la fábula, la imaginación, quedan despojados de su soberanía y convertidos en proscritos.
[...]
Pero la imaginación es muy fuerte y tarda en ser vencida. Yo creo que el período de nuestras vidas en el que se libra la batalla más difícil, que también resulta ser la definitiva, transcurre al final de la infancia y en la adolescencia, y no es casual que sea en ese tiempo cuando nos aficionamos a la literatura y a la rebeldía y cuando se decide inapelablemente nuestro porvenir. Es entonces cuando los libros, si nos han educado para acercarnos a ellos, nos importan más porque intuimos que ocupan un lugar estratégico en la disputa, con frecuencia desconcertada y amarga entre la realidad y el deseo, que por desgracia ya no son evidencias iguales. Estoy convencido de que el escritor lo es en la medida en que al crecer ha seguido guardando consigo el fuego sagrado de la imaginación, el impulso antiguo y nunca desfallecido por interpretar el mundo no mediante el análisis sino mediante la fábula, y de suspender de vez en cuando las leyes inflexibles de lo evidente para mirar al otro lado y descubrir lo que las apariencias aceptadas ocultan.
Desde mi punto de vista la tarea del que se dedica a introducir a los adolescentes en el reino de los libros es la de enseñarles que éstos no son intocables o residuos sagrados, sino testimonios cálidos de la vida de los hombres, palabras que nos hablan con nuestra propia voz y que pueden darnos aliento en la adversidad y entusiasmo en la desgracia. Decía Ortega y Gasset que los grandes escritores nos plagian, porque al leerlos descubrimos que están contándonos nuestros propios sentimientos. En este sentido, yo no creo que el escritor sea alguien aislado de los otros y singularizado por el genio o por el talento. El escritor, más bien, es el que más se parece a cualquiera, porque es aquel que sabe introducirse en la vida de cualquier hombre y contarla como si la viviera tan intensamente como vive la suya propia.
La literatura pues, no es aquel catálogo abrumador y soporífero de fechas y nombres con que nos laceraba aquel profesor del que les hablé antes, sino un tesoro infinito de sensaciones de experiencias y vidas que están a nuestra disposición igual que lo estaban a la de Adán y Eva las frutas de los árboles del Paraíso. Gracias a los libros nuestro espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo, de manera que podernos vivir al mismo tiempo en nuestra propia habitación y, en las playas de Troya, en las calles de Nueva York, en las llanuras heladas del Polo Norte, y podemos conocer a amigos tan fieles y tan íntimos como los que no siempre tenemos a nuestro lado pero que vivieron hace cincuenta años o veinticinco siglos. La literatura nos enseña a mirar dentro de nosotros y mucho más lejos del alcance de nuestra mirada. Es una ventana y también un espejo. Quiero decir es necesaria. Algunos puritanos la consideran un lujo. En todo caso es un lujo de primera necesidad.

MUÑOZ MOLINA, A. (1991), La disciplina de la imaginación, Madrid, Asociación de profesores de español, págs. 14-21

Estudiar Literatura: ¿cómo y para qué? - 2

TEXTO – 2

Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no vivido
por pasado.

Te copio esta estrofa así en medio y con buena letra, como la tenía escrita en la primera página de mi cuaderno de Literatura de tercero, ¿te acuerdas?, con una flor dibujada a la iz­quierda y unas hojas secas a la derecha, que gracias a esa pá­gina decorada y a lo que te llamó la atención nos hicimos amigas de otra manera. Y yo te dije ‑creo que fue ese mismo día‑ que la voz de don Pedro, cuando leía a Jorge Manrique, no se sabía si era de enamorado o de abuelito. Y te reíste mu­cho. Pero ahora sé que sólo quien ha conocido un gran amor y lo ha perdido puede tener dotes para convocar a aquel friso de damas perfumadas y vestidas de seda, a aquellos caballeros y juglares de la corte del rey don Juan, traerlos al hoy desde el antaño y hacerlos desfilar por el aula inhóspita, convirtiendo la tarima en el campo de un torneo espectacular pero condenado a muerte, fugaz como las verduras de las eras.

¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados, sus vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel danzar
y aquellas ropas chapadas
que traían?

Yo por primera vez, y a través de aquella voz desvalida y serena, sentí que se me clavaba elenigma del tiempo, como una saeta alevosa, capaz de imprimir las más inesperadas mutaciones. Y me excitaba de un modo inquietante asomarme a aquel abismo, darle coba anticipada a la nostalgia. «¿Cómo seremos a los veinte años, Mariana? ¿Nos acordaremos de esta tarde de sol?» Y tú, siempre sensata y cartesiana: «¡Qué más da! Eso son abstracciones. Para los veinte años queda mucho. Estamos en tercero.» Ya ves, medíamos el tiempo por cursos, cuando ahora de casi todo hace más de tres bachilleratos.

MARTÍN GAITE, C. (1992), Nubosidad variable, Barcelona, Anagrama, Narrativas Hispánicas, 128, págs. 145-146.

Estudiar Literatura: ¿cómo y para qué? - 3

TEXTO-3

Vi un pájaro. Dicho así no hago más que comunicar una oración enunciativa. La palabra «pájaro» no expresa la totalidad de mi experiencia sino que apunta a un concepto que es el común denominador de innumerables pájaros en las experiencias de innumerables personas. Lo que de veras vi no fue un pájaro cualquiera, de esos que cualquier vecino pudo haber visto. Vi nada menos que a un colibrí. Yo era niño, y en aquella mañana de primavera vi por primera vez, en el jardín de mi casa, en La Plata, a ese colibrí único que picó una flor, la dejó toda temblorosa y se fue rasgueando con un ala la seda del aire. Intuí no solamente a mi colibrí, sino también el pudor de la flor, la sorpresa del cielo, mi envidia por la libertad de ese vuelo audaz, el presentimiento de que nunca sería capaz de contarle a mamá los sentimientos que se me daban junto con eso, «eso», una visión inexpresable que, sin embargo, me urgía a que la expresara. Si hubiera objetivado en palabras la plenitud de tamaña experiencia personal yo habría hecho literatura.

ANDERSON IMBERT, E., "La ficción literaria", en Teoría y técnica del cuento, Barcelona, Ariel, Letras e ideas, 1992

31 marzo 2011

El retrato

Retrato del dómine Cabra
"Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo. No hay más que decir para quien sabe el refrán que dice, ni gato de perro de aquella color. Los ojos, avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos; tan hundidos y obscuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas búas de resfriado, que aún no fueron de vicio, porque cuestan dinero; las barbas, descoloridas de miedo de la boca vecina, que , de pura hambre, parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate, largo como avestruz, con una nuez tan salida, que parecía que se iba a buscar de comer, forzada de la necesidad; los brazos, secos; las manos, como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de media abajo, parecía tenedor, o compás con dos piernas largas y flacas; su andar muy despacio; si se descomponía algo, le sonaban los huesos como tablillas de San lázaro; la habla hética; la barba grande, por nunca se la cortar por no gastar; (...) Traía un bonete los días de sol, ratonado, con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos de caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra, y desde lejos, entre azul; llevábala sin ceñidor; no tenía cuello ni puños; lacayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues ¿su aposento ? Aun arañas no había en él; conjuraba los ratones, de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba; la cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado, por no gastar las sábanas; al fin, era archipobre y protomiseria."
FRANCISCO DE QUEVEDO. Historia de la vida del Buscón. Cap. IV

Una de las manifestaciones más frecuentes de la descripción es el retrato de personas, tanto en su aspecto físico como espiritual. Cuando el retrato se aplica solo a los caracteres morales, recibe el nombre particular de etopeya. Muchas veces, lo físico y lo moral se entremezclan en el retrato.

Una regla que vale para todas las descripciones y, por tanto, para los retratos y etopeyas es esta: hay que describir con exactitud y vivacidad los detalles. Pero no todos los detalles poseen el mismo valor; importan solo aquellos que son característicos del individuo retratado. Esto significa que la simple acumulación de detalles no constituye un buen retrato; por el contrario, puede hacerlo enojoso y prolijo.

Hay que seleccionar, pues, los rasgos definidores. La minuciosidad, el querer decirlo todo suele producir malos resultados. Y esta forma es aplicable a cualquier clase de escritos: sepamos suprimir radicalmente todo aquello que carece de significación especial para nuestro objetivo y que no enriquece el desarrollo del tema, aunque nos duela y nos haya costado esfuerzo "inventarlo".

En el retrato físico, importan, como es natural, los rasgos corporales y el atuendo. He aquí un ejemplo de R. Pérez de Ayala (1916):
Próspero Merlo
“Llega Merlo a la hora consabida y puntual. Viste un traje de dril, color garbanzo; zapatos de lona. Entra con la chaqueta y el cuello desabotonados. Por el descote de la camisa asoman, negras, flamígeras y culebreantes hebras de cabello, porque el abogado es hombre de pelo en pecho. El sombrero de paja en una mano, en la otra un abanico de enea, semejante a un soplillo, con que se airea el sudoroso rostro. Es más bajo que alto, rudimentariamente tripudo, la tez de un moreno retinto, los mostachos amenazando a Dios y a los hombres, los dientes iguales y blancos, los ojos a propósito para abrasar almas femeninas”.
(Ramón Pérez de Ayala, Próspero Merlo)

Veamos ahora un breve retrato del comediógrafo Miguel Mihura, escrito por Francisco Umbral (1977):
"Miguel Mihura tenía el pelo corto y graciosamente peinado hacia adelante. De entrada pareccía un poco bajo, pero a medida que se le trataba ya no lo pareccía tanto. Tenía los ojos pequeños e inteligentes, vivos, el rostro agradable y como cansado, la seriedad casi sombría de todos los humoristas y una voz lenta, profunda y perezosa."
(Francisco Umbral, La noche en que llegué al café Gijón, 1977)

El texto siguiente es una etopeya. Leopoldo Alas "Clarín" retrata el carácter ambicioso del canónigo ovetense Fermín de Pas:
"No renunciaba a subir, a llegar cuanto más arriba pudiese, pero cada día pensaba menos en estas vaguedades de la ambición a largo plazo, propias de la juventud. Había llegado a los treinta y cinco años y la codicia del poder era más fuerte y menos idealista; se contentaba con menos pero lo quería con más fuerza, lo necesitaba más cerca; era el hambre que no espera, la sed en el desierto que abrasa y se satisface en el charco impuro sin aguardar a descubrir la fuente que está lejos en lugar desconocido. Sin confesárselo, sentía a veces desmayos de la voluntad y de la fe en sí mismo que le daban escalofríos; pensaba en tales momentos que acaso él no sería jamás nada de aquello a que había aspirado, que tal vez el límite de su carrera sería el estado actual o un mal obispado en la vejez, todo un sarcasmo. Cuando estas ideas le sobrecogían, para vencerlas y olvidarlas se entregaba con furor al goce de lo presente, del poderío que tenía en la mano; devoraba su presa, la Vetusta levítica, como el león enjaulado los pedazos ruines de carne que el domador le arroja."
Leopoldo Alas "Clarín", La Regenta, 1884)

Al igual que en la pintura, el retrato que hace de sí mismo un escritor se denomina autorretato. He aquí el más famoso autorretrato de la literatura española: el de Miguel de Cervantes (1613):

"Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria".
Novelas ejemplares

29 marzo 2011

El comentario de textos literarios

EL COMENTARIO DE TEXTOS LITERARIOS (Haz clic sobre el enlace para visualizar o descargar el archivo)

27 marzo 2010

Nuestro Delibes, mi Delibes - Mar Langa Pizarro

La muerte de Miguel Delibes lo ha convertido en el escritor español más importante del siglo XX, o en uno de los tres mejores, o en uno de los diez... qué más da. El autor no parecía inquietarse por el lugar que ocupaba en esas listas.

POR MAR LANGA PIZARRO

Me gustaría pensar que cuando se publique este artículo usted habrá desempolvado algún libro de Delibes (1920-2010), tras recibir el caudal de reseñas, declaraciones y valoraciones. Por arte y gracia de su defunción, como señalaba en este diario Ángel L. Prieto de Paula, lo hemos convertido en el escritor español más importante del siglo XX, o en uno de los tres mejores, o en uno de los diez, qué más da. Al contrario que otros miembros de su generación, Delibes no parecía inquietarse por su lugar en esas listas, siempre interpretables, siempre ficticias.
El pasado fin de semana, un amigo que reconocía haber disfrutado con Diario de un cazador y El hereje, calificaba a Delibes de "asesino de animales castellanos", "triste, aburrido, sólo escribió novelas que ya estaban pasadas de moda cuando las imaginó". Se burlaba de la prosa usada por el autor, imitándola sarcásticamente con esta frase: "sopla el viento del moro entre las cepas, anida la perdiz roja en los ribazos y empata el Sevilla C. de F. con el Deportivo de La Coruña". Habrán comprendido que ese amigo es un lector empedernido, posee una capacidad crítica nada desdeñable, y hace gala de un fino sentido del humor. Por ello, su frase integra muchas de las particularidades de nuestro escritor: su pasión por la palabra justa, su conocimiento del mundo rural, sus más queridas aficiones.
Me vi obligada a responderle que, aunque Delibes solo hubiera escrito Cinco horas con Mario y El hereje, ya merecería estar en los manuales. Añade a estas credenciales su honestidad, su interesante evolución, el continuo pacto con su público, su solvencia para incorporar novedades formales sin desentenderse del argumento, la exactitud austera de sus palabras, y la lucidez para juzgarse sin piedad (nadie ha criticado con más saña que él La sombra del ciprés es alargada, premiada con el Nadal en 1947).
Quienes cursamos COU (el ¿equivalente? al actual Segundo de Bachillerato) conocimos su narrativa por una lectura que, desde las primeras páginas, pasó de "obligatoria" a deleitosa: Cinco horas con Mario (1966). Como recordarán, durante el velatorio de su marido, Carmen lee pasajes de La Biblia y se enzarza en un apasionante monólogo lleno de leitmotiv. Gracias a su verborrea, esa mujer conservadora y católica nos muestra sus insatisfacciones, sus aspiraciones y las grietas apenas perceptibles de su existencia. Tras las quejas reiteradas, aparece la figura de Mario, un intelectual comprometido que ejerce como catedrático de instituto, periodista y escritor. La historia de ambos es un camino plagado de silencios y desencuentros, una metáfora de dos modos de entender la realidad, de dos opciones vitales y políticas. Podría detenerme en comentar su adscripción al realismo social, renovado con continuos saltos temporales, repeticiones, ampliaciones, discurso libre de conciencia... Optaré por la fidelidad a la estudiante que era entonces: ignoro si percibí todo eso y, desde luego, no fue lo que me interesó de la novela.
Delibes me sedujo por su capacidad para perfilar personajes sin el sustento de un narrador; y por la falta de maniqueísmo. Al cerrar el libro, me sentí claramente partidaria de Mario, ese hombre valiente al que "le había tocado en suerte" aquella esposa pacata y banal. Días después, no dejaba de reprocharle al marido su egocentrismo, su incapacidad ya no para hacer feliz a la mujer con la que se había comprometido, sino incluso para tenerla en consideración. Pocas novelas me han conducido a una dicotomía semejante. Y muy pocas lo han hecho con tal sutileza. La adaptación teatral se mantuvo muchos años en cartel, y se llevaron al cine El camino, Mi idolatrado hijo Sisí, El príncipe destronado (La guerra de papá, que tanto me divirtió en mi infancia), El tesoro, La sombra del ciprés es alargada, Las ratas, Diario de un jubilado y las magníficas Los santos inocentes y El disputado voto del señor Cayo. La prosa de Delibes posee concisión, hondura, descripciones detalladas, diálogos cuidados, humor inteligente; ingredientes muy atractivos para las adaptaciones. Además de las obras citadas, puede que usted recuerde Diario de un cazador (1955, Premio Nacional de Literatura), Siestas con viento sur (1957, Premio Fastenrath), La hoja roja (1959, Premio Juan March), "Las ratas" (1962, Premio de la Crítica), Las guerras de nuestros antepasados (1975), Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983), 377A, Madera de héroe (1987), Señora de rojo sobre fondo gris (1991).
Me conmovió especialmente su novela histórica El hereje (1998, Premio Nacional de Narrativa). La publicó tres años después de que hubiera anunciado su retirada de la literatura. Afortunadamente, no cumplió. El hereje narra el proceso inquisitorial contra un grupo reformista en el Valladolid de Carlos I. Una vez más, el autor consigue convertir en héroes a los perdedores, retratar con fidelidad una época, abogar por la libertad y por la separación entre Estado e Iglesia, mostrar las luchas internas que acechan a los seres humanos. Todo ello, con un lenguaje sin fisuras, y una trama sin trampas.
Postulado para el Nobel en diversas ocasiones, Delibes logró los mayores galardones españoles: el Premio Príncipe de Asturias 1982, el Nacional de las Letras 1991, el Cervantes 1993. Además, se negó a participar en aquellos que le ofrecieron bajo mano, a pesar de su atractiva remuneración. Parafraseando uno de sus títulos, lo podríamos proclamar representante de Un mundo que agoniza. Sabemos por quienes le querían que, en los últimos años, pensaba más en la muerte que en la vida. La primera ya le ha llegado. De la segunda, siempre nos quedarán sus libros. No me alargo más: vuelvan a su cita con Delibes. Que la disfruten.

04 noviembre 2009

Definición de ritmo

Podéis encontrar una definición de ritmo en el blog de María del Mar Salas Carretero

29 septiembre 2009

Biblioteca Valenciana - Taller de microrrelatos

(Monasterio de San Miguel de los Reyes
Av. de la Constitución, 284, 46019 Valencia)

15 de octubre

Taller de microrrelatos
Imparte el taller: Vicente Valls

Microcuento, minicuento, cuento minúsculo, cuento en miniatura, incluso cuentículo... Existen demasiadas denominaciones para dar cuerpo al cuento brevísimo, entre las que parece imponerse la de "microrrelato".

Un fenómeno en absoluto nuevo en la literatura, que sin embargo parece ponerse de moda en el último medio siglo, de la mano de insignes cultivadores de la ficción hispanoamericana como Borges, Cortázar, García Márquez, Arreola, Denevi y Monterroso. Porque, aunque el microrrelato no es ajeno a todas las literaturas contemporáneas -basta recordar la extraña belleza de los cuentos breves de Kafka o el impagable humor de los de Slawomir Mrozek-, parece haber irrumpido con mayor fuerza al otro lado del Atlántico, donde también se ha intentado dotarlo de base teórica y distinguirlo de especies afines. No faltan en nuestro país brillantes cultivadores del microrrelato, como Luis Mateo Díez, Max Aub o Antonio Pereira, y es raro el escritor que no haya perpretado uno alguna vez.

El microrrelato hunde sus raíces, como toda literatura, en la tradición oral, en forma de fábulas y apólogos, y va tomando cuerpo en la Edad Media a través de la literatura didáctica, que se sirve de leyendas, adivinanzas y parábolas. Algunos han visto el microrrelato como la versión en prosa del haiku oriental y otros lo han hecho derivar de la literatura lapidaria.

Pero es en la época moderna, al nacer el cuento como género literario, cuando el microrrelato se populariza en la literatura en español gracias a la concurrencia de dos fenómenos de distinta índole: la explosión de las vanguardias con su renovación expresiva y la proliferación de revistas que exigían textos breves ilustrados para llenar sus páginas culturales. Algunas de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna son verdaderos cuentos de apenas una línea, y también Rubén Darío y Vicente Huidobro publicaron minicuentos desde diversas estéticas. Junto a estos autores, la crítica señala también al mexicano Julio Torri y al argentino Leopoldo Lugones como decisivos precursores del actual microrrelato.

En la segunda mitad del siglo XX el microrrelato llega a su madurez. Ya no se trata de un ejercicio de estilo, de una pirueta de agudeza o de un retazo más o menos misterioso de prosa poética. El microrrelato se presenta como una auténtica propuesta literaria, como el género idóneo para definir, parodiar o volver del revés la rapidez de los nuevos tiempos y la estética posmoderna. Algo que tiene que ver con Italo Calvino y sus "Seis propuestas para el próximo milenio", con sus "hibridaciones multiculturales", como ha señalado Enrique Yepes, uno de los estudiosos de este arte pigmeo. El cuento brevísimo es la arena ideal donde se bate la moda de la destrucción de los géneros, hasta el punto de que resulte imposible -e inútil- tratar de definirlo, distinguirlo o envolverlo de legalidad.

Proliferan así estos "cuentos concentrados al máximo, bellos como teoremas" -según expresión del argentino David Lagmanovich- que, con su despojamiento, ponen a prueba "nuestras maneras rutinarias de leer". Para diferenciarlos de los aforismos, las frases lapidarias o los miniensayos, deben cumplir los principios básicos de la narratividad, aunque de una forma extravagantemente concentrada. Son, casi siempre, ejercicios de reescritura, o minúsculo laboratorio de experimentación del lenguaje, o ambiciosa pretensión de encerrar en unas líneas una visión trascendente del mundo.

Pero queda una sospecha: ¿no habrá en todo esto un poco de pereza? Con su humor de siempre, Augusto Monterroso parece sembrar la duda cuando escribe: "Lo cierto es que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir interminablemente largos textos en que la imaginación no tenga que trabajar, en que hechos, cosas, animales y hombres se crucen, se busquen o se huyan, vivan, convivan, se amen o derramen libremente su sangre sin sujeción al punto y coma, al punto".
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EL DINOSAURIO
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Augusto Monterroso, Obras completas (y otros cuentos)

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EL POZO
Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años.
Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa.
Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse.
En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior."Este es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.

Luis Mateo Díez, "El pozo", Los males menores, Madrid, Alfaguara, 1993, p. 140

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BÍBLICA
Levanto el sitio y abandono el campo... La cita es para hoy en la noche. Ven lavada y perfumada. Unge tus cabellos, ciñe tus más preciosas vestiduras, derrama en tu cuerpo la mirra y el incienso. Planté mi tienda de campaña en las afueras de Betulia. Allí te espero guarnecido de púrpura y de vino, con la mesa de manjares dispuesta, el lecho abierto y la cabeza prematuramente cortada.
Juan José Arreola, Dexografías

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“LAS LÍNEAS DE LA MANO”
De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para descubrir que la línea continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada en un diván y por fin escapa de la habitación por el techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguirla a causa del tránsito, pero con atención se la verá subir por la rueda del autobús estacionado en la esquina y que lleva al puerto. Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y repta y zigzaguea hasta el muelle mayor y allí (pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase, salva con dificultad la escotilla mayor y en una cabina, donde un hombre triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hasta el codo y con un último esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que en este instante empieza a cerrarse sobra la culata de una pistola.

Julio Cortázar, Historias de cronopios y de famas, 1962

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